Una sociedad complaciente con heridas profundas.
ÉTICA Y COMPORTAMIENTO SOCIAL
Cynthia Tamez Arredondo
4/24/20254 min read
La sociedad de lo políticamente correcto.
La complacencia alimenta nuestra alma, nos reconforta, pero cuando es excesiva, adormece nuestra expansión. Aunque de algún modo estamos destinados a repetir los mismos errores a lo largo de los siglos, la complacencia podría ser uno de los principales patrones de repetición inconsciente de la humanidad.
Como sociedad, estamos predestinados a cumplir con un orden moral y a seguir patrones de comportamiento anclados a nuestra identidad, moldeados por costumbres antiguas e ideologías cuyo origen desconocemos y rara vez nos detenemos a cuestionar.
"El ego se disfrazaba de virtud, y todos aplaudían el sacrificio
de la esencia humana
por el bien de una fachada."
La complacencia puede ser un comportamiento imperceptible, un estado de aparente comodidad que adormece el cuestionamiento profundo. ¿Estoy poniendo los intereses de otros por encima de los míos? Vivimos ante la creencia de que cuestionar lo que damos es un acto de rebeldía... casi egoísta. Y así, nos colocamos el disfraz de ‘mala persona’ ante nuestros propios juicios. Pero, ¿De dónde nace esa necesidad de ayudar? ¿De verdad es altruismo... o es necesidad de aprobación? ¿Cuánta de nuestra bondad está movida por el deseo de ser vistos, aceptados, validados?
Servir a otros por encima de nuestras propias necesidades suele ser una reacción automática, especialmente cuando alguien a nuestro alrededor muestra incomodidad, ya sea por nuestras acciones o por factores ajenos. Es un impulso casi instintivo, que nos empuja a cumplir con el ‘deber’ de calmar al otro, de asegurar su confort.
¿Qué se esconde detrás de quienes ayudan al prójimo a costa de su propio bienestar físico y emocional? ¿Qué herida tan antigua nos enseñó que para merecer amor, primero debemos sacrificarnos? Para encontrar estas respuestas, es crucial observar las raíces de esta necesidad, las telas del pasado que siguen en nuestro presente. La historia no solo nos cuenta lo que sucedió, sino que revela las estructuras que siguen viviendo dentro de nosotros.
No solo heredamos ideologías o formas de pensar, sino también las emociones y respuestas condicionadas por las circunstancias de quienes nos precedieron. La historia se transmite en las emociones que no han sido cuestionadas y el peso de esas emociones heredadas puede ser tan grande que ni siquiera somos conscientes de cómo nos afectan, pero al mirarlas de frente, podemos deshacer sus nudos y crear un camino propio, libre de las cargas pasadas.
Por ello, quisiera remontar a la era de la obsesión por las apariencias, la moralidad inflexible y el deber social: la época dorada del progreso, conocida como la Era Victoriana (1837-1901). Un periodo en el que las clases altas perfeccionaron el arte de ocultar emociones tras máscaras, bailes, maquillaje y abrigos lujosos. En esa época, los deseos más profundos se sacrificaban en nombre del decoro.
La doble moral no era solo común, era celebrada como un símbolo de prestigio. El ego se disfrazaba de virtud, y todos aplaudían el sacrificio de la esencia humana por el bien de una fachada.
"El valor personal se medía según tu capacidad para complacer, soportar o guardar silencio con elegancia."
Puntualicemos nuestra observación en la Reina Victoria: el ejemplo vivo de cómo la renuncia a la propia consciencia puede desencadenar una sociedad vacía. Su apariencia impecable ocultaba una renuncia al espíritu, creando una sociedad desesperada por la aprobación de una figura ‘superior’. Todo movido por el ego… y por las heridas no resueltas de la realeza. El valor personal se medía según tu capacidad para complacer, soportar o guardar silencio con elegancia.
Esa sociedad rechazó su consciencia y renunció al amor, confundiendo empatía con estatus y abandonando del ser. La sobre complacencia no puede, ante mi juicio, considerarse parte de la naturaleza social del hombre. Es una herencia subconsciente de la humanidad, bordada con paciencia, una y otra vez en la tela invisible que narra nuestra historia.
Seguramente, mucho antes de la era Victoriana, ya se habían tejido los hilos del autoabandono. Se cosieron con etiqueta, se mostraron con orgullo en espacios públicos como gestos de virtud, y se aplaudieron como actos de honor. Hoy, esos mismos hilos siguen bordando silenciosamente nuestros trabajos, matrimonios, sociedades y amistades, siendo invisibles cuando en realidad son actos sutiles de olvido propio.
"Hay una diferencia entre dar...
y desaparecer."
En esta dolorosa sentencia, se nos ha hecho creer que anteponer las necesidades ajenas nos vuelve virtuosos, y que pensar en uno mismo es un acto de egoísmo. Pero esta perspectiva se desmorona cuando vemos a personas hiriéndose en silencio, creyendo que el sacrificio personal es noble. Así nacen heridas internas, profundas y casi irreparables, que otra generación cargará en su subconsciente, hasta que algo (un duelo, una ruptura, un agotamiento) active la urgencia de poner límites, de buscar paz. Porque estar al servicio de los demás no debería significar sacrificar todo lo que somos por el bienestar del otro. Hay una diferencia entre dar... y desaparecer.
Con esto no queremos concluir que la complacencia sea el enemigo de la psique. Por el contrario, podemos reconocerla como un aliado poderoso en aquellas áreas de nuestra vida que necesitan un toque de empatía, una ofrenda de cariño, un acto que nace del amor y no del miedo.
Sin el balance, solo hay dos caminos: La complacencia desmesurada que asesina nuestra salud mental o el individualismo que sobreprotege los propios intereses. Pero en equilibrio, nacen límites saludables y un apoyo honesto al prójimo, lleno de presencia y consciencia.
Si aprendemos a observar el mundo desde una perspectiva empática, podemos concluir que las circunstancias moldean gran parte de nuestra personalidad. Cargamos heridas, creencias, ideologías y patrones que muchas veces no hemos elegido. Cuestionar abre un espacio de libertad donde decidimos qué es nuestro, qué queremos en nuestra personalidad y qué no. Que la complacencia nunca sea un velo sobre nuestra esencia y que siempre busquemos el equilibrio, donde dar no signifique desaparecer.
Cynthia Tamez Arredondo